miércoles, diciembre 05, 2007

Global

Michael está sentado en su escritorio, enfrente de la ventana. A través de ella ve la calle, una como cualquier otra de las que forman ese puzzle de edificios llamado Manhattan. Michael está trabajando en esos momentos en un ensayo sobre la incomunicación, acerca de la frialdad de las relaciones en nuestra sociedad. De cómo cuarenta personas viven en el mismo edificio que él, pero no conoce sus nombres, ni siquiera ha cruzado un saludo con ninguno de ellos, ni ellos con él, pese a que se encuentran en esa angosta escalera todas las mañanas. Todos los días. Y ese pequeño pelirrojo. De quién es hijo, quién le viste de esa manera tan estrafalaria. Y el viejo que camina en polainas por la acera, de arriba abajo, una y otra vez, sin descanso, de dónde ha salido, por qué nadie le dice que se calce unos buenos zapatos contra el frío. Michael vuelve a la escritura, mientras, el pelirrojo bota su balón de baloncesto y Manhattan se agita como un monstruo tumbado boca arriba.

Punto y aparte. Dirk está sentado en un banco del Puerto Olímpico. Agradece ese sol mediterráneo en pleno diciembre. El olor a salitre le despierta los pulmones. Sobre las rodillas, Dirk sostiene un cuaderno en el que toma anotaciones. Barcelona es como todas, piensa, y sigue recogiendo apuntes sobre el relato –quisiera que fuera novela- que va a escribir sobre un chico recién llegado a una ciudad desconocida para él y cómo le cuesta relacionarse con la gente, que no deja de verle como un extranjero. En realidad siempre se ha sentido de esa forma. Barcelona también es así, se repite. Una señora, ataviada con un abrigo de visón, deja caer un par de monedas junto a sus pies con gesto desprendido. Barcelona también es así. Sí que lo es.

Un café con leche, pide Boris –en alemán claro, que pare eso está en Berlín- mientras hojea el diario. En la mesa de enfrente, una morena muy atractiva le mira a intervalos regulares. Boris se turba, nota como el calor va conquistando sus mejillas. Ella se recrea en la situación. Se divierte viendo como él está rojo y en la calle los termómetros no suben de diez bajo cero. Así permanecen un largo rato, apenas separados por unos metros, sintiendo una atracción que casi se vuelve material. Al cabo de unos diez minutos, Boris se levanta y paga en la barra. Al ir hacia la puerta pasa junto a ella. Sus miradas se chocan, literalmente, y en su estómago se produce un cataclismo de consecuencias incalculables. Él roza ligeramente su brazo con la mano al pasar. Ella gira la cabeza, levemente. Se abre la puerta. Frío. Se vuelve a cerrar.

Sus ojos rasgados se reflejan en la pantalla de su portátil de última generación. Está viendo fotos de Manhattan. De sus bocas de riego, sus taxis amarillos y de sus rascacielos, siempre sus rascacielos, aunque ahora haya dos menos. Hiroshi sabe que va a ir allí. A escribir. Sabe que no hay nada como Tokio para experimentar el vacío y la soledad. Pero se le ha quedado pequeño. Él quiere sentirse solo de verdad. En un sitio desconocido, quizás inhóspito. Y escribir desde ese prisma su mejor texto. Un texto sobre la individualidad del espíritu. Quizás sobre el egoísmo y la soledad. En Manhattan uno es una aguja en un pajar tan grande como cien mil campos de fútbol. Y él quiere eso, ser una de esas millones de agujas que, en realidad, no buscan ser encontradas. Estar siempre en fuera de juego.

El apartamento es grande. Demasiado para nosotros, se había cansado de decirle desde que decidieron comprarlo. A ella siempre le había parecido un exceso. Pero él sólo quería ver desde su ventanal la cúpula de la galería, las palomas de la plaza del Duomo. Ahora, ese tamaño se ha convertido, en gran medida, en una tabla de salvación. Ella ya no le tolera. No es que haya desaparecido la atracción o el deseo, no es que el cariño se haya volatilizado, es que le repugna. Y en virtud de ese sentimiento, ella se siente con todo el derecho a esconderse en aquella casa endiabladamente grande. Y él no la encuentra, por más que la busque, porque ella se cuida muy mucho de que así sea. Se conoce el laberinto de memoria. Sus esquinas, sus puertas y ventanas, las trampillas. No quiere verle la cara, no quiere oírle, y para eso le basta con esas habitaciones estrechas y largas, con esos pasillos enrevesados pintados de un blanco puro. Ella se funde con la casa. Esas paredes se la tragan, la engullen cada vez que ella lo necesita. Nunca le ve, y viven juntos, bajo el mismo techo abovedado. Podría buscarla años, que nunca la encontraría. Milán no es una ciudad, es una casa con mil puertas secretas.


Escuchando: A un metro de distancia - Deluxe

viernes, noviembre 30, 2007

Encrucijada

Gorka llegó en su flamante Audi negro, a las siete y veintisiete de la mañana, como todos los días. Para él era básico el lema de que un dueño tiene que dar ejemplo a sus empleados. Aparcó en su plaza reservada y ascendió hacia el piso de las oficinas por la escalera exterior, protegiéndose de la pertinaz lluvia con su elegante paraguas. Una vez dentro, en la pasarela, se asomó a la barandilla y comprobó cómo todos los trabajadores comenzaban a ocupar sus puestos. Sólo entonces entró en su despacho, resuelto y satisfecho, y se quitó el abrigo antes de acomodarse en su mullida silla de escritorio. Al momento entró Nekane, su lozana y simpática secretaria, que le dejó sobre la mesa la correspondencia, los periódicos del día y un café solo humeante, no sin antes dedicarle a su jefe una sonrisa arrebatadora.
Gorka acomodó su espalda en el suave cuero, puso los pies encima del escritorio y se preparó para abrir todos aquellos sobres. Empuñando el abrecartas con forma de espada toledana, comenzó por varias facturas, invitaciones y algún que otro curriculum que lanzó enseguida a la papelera con el acierto de un jugador de la NBA. Llegó al último sobre y al cogerlo, sin saber por qué, un escalofrío le hizo revolverse en su asiento. No tenía remitente y no era blanco, sino de un gris poco corriente. Gorka dudó un momento, dirigió la mano hacia el teléfono para llamar a la secretaria, pero finalmente se decidió a abrirlo. Dentro había un único folio doblado. Lo desplegó y al posar la vista en él su cara se volvió blanca como la leche.
Sólo había leído el encabezamiento, que estaba formado por un hacha en la que se enroscaba una serpiente y, debajo, tres letras mayúsculas, pero le sirvió para hacerse una idea de la trascendencia de esa misiva. Se levantó de la silla con los nervios a flor de piel, incapaz de serenarse. Durante años la había temido y, cuando ya se creía olvidado, ahí estaba. Como un tigre enjaulado, comenzó a dar vueltas y vueltas al despacho. Entrelazando sus manos sudorosas. Su cabeza centrifugaba ideas de todo tipo, imágenes que de improviso asaltaron su mente. Pensó en las conversaciones que habían surgido en muchas momentos sobre la mesa de algún restaurante junto a empresarios como él, y cómo los había observado en cada ocasión con una mirada inquisidora. Siempre se sintió a salvo. Pero ahora era él el que temía, el que estaba en la encrucijada, apretándose una mano contra la otra, haciendo cada vez más pequeña la estancia a grandes y nerviosas zancadas. De repente quedó paralizado ante una idea que llegó como un fogonazo y quedó flotando en su mente durante unos segundos, antes de que se lanzara hacia la puerta.
Aparcó frente a su chalet. Entró en silencio, con el corazón en un puño. Se le cayeron las llaves al intentar dejarlas en el plato del recibidor. No se oía ni un ruido, sólo el sonido de la lluvia contra los cristales. Las sienes le latían desbocadas. Se asomó al salón. Nada. Miró en la cocina. Tampoco. Subió las escalera sudando a mares, agarrándose fuerte al pasamanos, conteniendo apenas la respiración. La planta de arriba estaba también sumida en el silencio. Ni un alma en la alcoba de matrimonio. Continuó hacia la habitación de su hijo y al asomarse vio que él y su esposa estaban tumbados sobre la cama, con un libro de cuentos abierto entre ambos, profundamente dormidos. Se apoyó en el quicio de la puerta y comenzó a llorar como un niño.
Cuando consiguió serenarse un poco fue al armario y cogió una manta. Aquella lana suave, rugosa, le apaciguó un poco más. La extendió encima de su familia, con cuidado, abrigándoles. Besó sus mejillas. Después retrocedió hasta la puerta, a pequeños pasos, y al llegar a ella cerró los ojos y se concentró con todas sus fuerzas para conseguir grabar a fuego esa imagen en su memoria.
De vuelta en el aparcamiento de la empresa, Gorka permaneció largo tiempo sentado en el coche, desmadejado e incapaz de dejar de fumar un fortuna tras otro, atenazado por unos nervios y un miedo que muchas veces había visto en otras personas, algunos conocidos suyos, cercanos, pero que nunca hubiera podido imaginar su verdadera intensidad porque siempre le habían sido ajenos.
Subió a su despacho, sigiloso, como con miedo a hacer ruido en su propia empresa, mientras un sudor frío le recorría toda la espalda, de la nuca a los riñones. Cerro la puerta de su despacho con llave, acercó una silla para atrancar el pomo. Y volvió a recorrer aquella estancia, con aquella carta en la mano, de esquina a esquina, de lado a lado, incapaz de parar quieto. Leyendo una y otra vez ese folio. Se aflojaba la corbata, la volvía a apretar; se ponía las gafas, se las quitaba; descolgaba el teléfono, lo sostenía en el aire y lo volvía a colgar; abría la ventana, dejaba que el viento mojado le azotase, la cerraba.
Finalmente, con pasos decididos, fue hacia una de las paredes y descolgó un cuadro que recreaba una escena de caza. Quedó visible la puerta de una caja fuerte. Gorka giró la rueda con números alrededor, tapándola con la otra mano como el que esconde el teclado de un cajero automático al retirar dinero. Sacó tres fajos de billetes de su interior y cerró. Después se dirigió a su mesa, abrió un cajón y extrajo un sobre grande. Metió dentro los billetes, desatascó la puerta, la abrió y salió de la empresa.


Escuchando: Seguramente me lo merezco - Tulsa

lunes, noviembre 26, 2007

Amnesia selectiva

He perdido años hasta lograrlo. Me he investigado a fondo. Cada pliegue de la piel, cada lunar, cada recoveco. Todo ha sido peinado. Y ayer, por fin, descubrí el interruptor. El hecho de que conociera su existencia de antemano disminuye bastante el mérito de mi hallazgo. Sin embargo, se trata de un triunfo sobre mi angustia. Ahí está –no diré el sitio para no herir sensibilidades, si es que las hubiese-, al alcance, siempre dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva. Una ligera presión y tú desapareces por completo. Ni un ligero rastro que demuestre que alguna vez, en algún lugar, junto a mí, llegaste a existir –quizás fueses lo único que existía-. En buena medida es una victoria de la insensibilidad de nuestro tiempo. Todo lo que nos castiga, aquello que nos pellizca desde la memoria, lo eliminamos. Y ya está. La asepsia más absoluta. Eso sí, el interruptor no es una obligación. Cada uno –si lo encuentra- puede usarlo, o no, cuando quiera. El problema está en conseguir resistirse a sus bellos poderes amnésicos.


Escuchando: Nude - Radiohead

jueves, noviembre 22, 2007

Claustrofobia (re-edit)

Cuando abrió los ojos estaba ciego. O eso al menos le pareció en un principio. La oscuridad era absoluta y el ambiente que respiraba estaba totalmente viciado; como el de una habitación cuando lleva meses cerrada y no ha entrado un solo soplo de aire. Del aturdimiento pasó al nerviosismo más absoluto en cuestión de segundos. No lograba ver nada y cuando extendió el brazo para intentar palpar la negrura, éste apenas pudo desplegarse unos milímetros. Topó contra algo duro. Lo mismo ocurrió al intentar extenderlo lateralmente. En ese momento, comenzó a faltarle el aire y pataleó repetidas veces, encontrando los mismo topes que con los brazos. Ya era un hecho que se encontraba encerrado en algo muy estrecho; demasiado. El pánico terminó por paralizarle. Alrededor no se escuchaba nada, sólo su respiración. Venciendo la parálisis y el miedo, llevó su mano hasta el bolsillo y extrajo un encendedor. A la luz del mechero contempló su horror: estaba encerrado en un ataúd. De nuevo, le faltó el aire; creyó morirse, pero no tuvo suerte. Volvió a patalear, a dar puñetazos, pero sólo encontró el freno de la firme madera que lo retenía. Fue entonces cuando comenzó a escuchar algo más que su respiración. Un repiqueteo continuo sobre su cabeza, como el sonido de las patas de cien insectos sobre el parquet. La claustrofobia lo hizo suyo. Lo dominó tanto que le hizo perder la cabeza antes que el oxígeno.


Escuchando: Switch - 1990s

martes, octubre 23, 2007

Una pesadilla

Era de noche y yo caminaba sin rumbo por la ciudad. Por una ciudad desierta e iluminada por la pálida luz de las farolas. Una ciudad desconocida porque, de improviso, me vi perdido entre calles que nunca antes había visto. El silencio era absoluto. Ni siquiera algún vehículo rompía esa calma que amedrentaba.
Con los nervios a flor de piel caminé con pasos decididos y firmes, mirando con cautela hacia los oscuros portales y los lúgubres garajes. Mis zapatos resonaban sobre el pavimento y producían un eco de película de miedo al ascender por los muros de los negros edificios.
Me sentía como dentro de un cuento de Poe, porque todo parecía estar fuera de la realidad. Cambiaba de acera, de calle, y no me cruzaba con nadie, ni siquiera encontré un bar abierto. Todo aparentaba estar congelado en el tiempo. Sin vida.
Finalmente, tanto silencio, tanta calma tensa, se me hicieron insoportables. Comenzaron a pesarme como una mochila llena de piedras. Con el vello erizado por una extraña sensación y el estómago en la garganta, decidí echar a correr. Desbocado. Sin una dirección marcada, ya que no lograba reconocer ni una sola calle.
Rápido el sudor empezó a correr por mi frente y el miedo comenzó a agarrotar mis piernas. Justo en el momento en que temía que tendría que parar, comencé a oír unos pasos tras de mí. Unos pasos cuyo eco se ajustó inmediatamente a la cadencia de la carrera de los míos. Los oía cerca, muy cerca. Sentía que me pisaban los talones cuando doblé una esquina y enfilé otra enorme avenida, con las mismas farolas y tan desierta como el resto.
Prácticamente exhausto, resolví girarme para ver si podía vislumbrar a mi perseguidor, al dueño de esos desquiciantes pasos, cuando doblase la esquina. Volví la cabeza como pude en plena carrera, con tan mala fortuna que tropecé con un saliente de la acera y caí de bruces contra el suelo.
Boca abajo, dolorido por el golpe, el miedo me presionaba contra los adoquines. Pese a todo, venciendo el pavor, logré incorporarme levemente apoyando las manos. Miré hacia la esquina y no vi nada. Ni un alma. Los pasos habían cesado. Aturdido, no lograba entender la situación. ¿Dónde se había metido? ¿Estaría acechándome?
En plena confusión sentí una mano tocando mi hombro y al girarme horrorizado una intensa luz me dejó ciego. Mi madre había levantado la persiana de mi habitación y aquella ciudad, sus desconcertantes calles, mi perseguidor y sus pasos, todo se diluyó como un azucarillo en el café.
Sólo fue una pesadilla, pero aquella noche, al salir del entrenamiento, mi padre vino a recogerme a petición mía. Durante un tiempo preferí no andar solo de noche. Uno no debe fiarse de las pesadillas que recuerda con tantos detalles.


Escuchando: Deshacer el mundo - Héroes del Silencio

jueves, octubre 04, 2007

El pasado

-¿Qué quieres tomar?
-¿Me estás diciendo que no te acuerdas?
-Perdona, ¿era con leche y sin azúcar, verdad?
-Estaba de broma, Rubén. Un botellín.
-¿Recuerdas las palomas?- terció él, tratando de esconder sus nervios.
-¿Estás con alguien ahora?
-No lo sé- los ojos de Rubén se perdieron dando saltos de alero en alero del edificio que abrazaba la plaza, como si estuvieran buscando la contestación en los balcones- Es una respuesta difícil.
-Es cierto que se nota el frío. Quiero decir, cuando llegas aquí, la temperatura es distinta, como si se metiera debajo de tu jersey y te estrujara fuerte.
-Ana, ¿vas a volver a estudiar?
-Quizás. No lo sé. Pedro me ha ofrecido trabajar con él en el puesto de la plaza.
-Vaya, Pedro.
-¿Qué pasa Rubén?
-Nada, pensaba en cómo hacen los niños para evitar siempre al hombre del saco.

Una ráfaga de viento barrió las hojas que tapizaban la plaza, al pie del banco en el que estaban sentados; ella, a horcajadas sobre el tablón; él, con la vista al frente.

-¿Por qué has vuelto Ana?
-Porque tengo que poner tiritas.
-Todo ha cambiado mucho- al soltar la última sílaba, los ojos de Rubén barrieron el suelo al igual que el viento.
-¿Sigue abierta la tienda de doña Virtudes?
-Aquel día se pudrió el poto. Supongo que él tampoco se lo esperaba.
-Aún me guardas rencor…
-Cambiaron los buzones, ¿sabes? Ahora no rebosan los folletos de publicidad. Son mucho más profundos.
-Creo que Quique toca esta semana en el barrio. Te has vuelto más triste.
-Deberíamos irnos. Este frío es capaz de congelarlo todo. También los recuerdos.


Escuchando: PDA - Interpol

lunes, octubre 01, 2007

Ojos

Él dijo "tengo muchas ganas de querer", pero su voz se difuminó víctima del ruido del tráfico. Fue entonces cuando, de manera violenta, comenzó a entender que todo cuadraba en su cabeza, y más aún en su corazón, pero que en los ojos de ella todo era distinto. En ellos, ni grandes ni pequeños, ni claros ni oscuros, ni brillantes ni apagados, simplemente especiales, se construía la realidad de una manera totalmente distinta, de una forma que quedaba tan lejos de su entendimiento que sintió el mareo del final.


Escuchando: Dakota - Stereophonics

martes, septiembre 11, 2007

Hostias

Allí estaba él, con la cabeza gacha, en aquella iglesia llena de una iconografía que le era totalmente ajena. Esperaba que le tocara el turno para recibir lo que llamaban la hostia consagrada, eso era al menos lo que había oído. Era la primera vez (y sería la última) que participaba en aquella parafernalia. Lo recuerda como si fuera ayer. Todos los chicos en fila, obedientes como ganado, en el más absoluto silencio, mirando con una mezcla de respeto, miedo e ignorancia a aquel señor bajito con una especie de túnica blanca escoltado por una monumental cruz. Uno a uno iban abriendo la boca y recibiendo aquella pequeña esfera blanca ahogados por el pánico. Y es que no se podía masticar porque pobre de ti si lo hacías. Era el CUERPO, y morderlo te traería poco menos que la condenación eterna. El miedo siempre ha sido el gran poder de la Iglesia. Su principal baza.
Todos estaban acostumbrados a aquello, pero para él, que no estaba bautizado, ni había hecho la comunión, ni estaba mínimamente familiarizado con todo aquello, la experiencia le fue extraña. Y es que él nació ateo. Porque aunque sus padres hubieran decidido meterle en el mismo saco que a los demás desde un principio, que no fue el caso, hay cosas que vienen dadas. Y a él, sinceramente, no le gustan las iglesias. Y menos los curas. Así que, y como no podía ser de otra forma, al salir de la iglesia se sintió tan defraudado como tranquilo porque aquello no había cambiado nada. Al contrario de lo que había oído decir, él se trago una especie de galleta y al día siguiente la cagó como las de chocolate que se comía todas las tarde. Ahí se acabó todo. No hubo más. Así de simple.


Escuchando: El amor valiente - Deluxe

domingo, agosto 26, 2007

No surprises

Recuerdo que era una tarde asfixiante de agosto. Los dos, tumbados en la cama, oíamos el Ok Computer. Los minutos pasaban entre estremecimientos. Recuerdo que te quedaste un buen rato mirando aquel póster que había colgado unos días antes. En él, Thom Yorke exprimía su garganta durante un concierto. Al rato, sentenciaste que sólo una persona con aquel defecto en el ojo podía ver el mundo de aquella forma, tan distinta a la del resto; sólo un tipo con un ojo tan vago podía ser capaz de hilar aquella música.
Entonces, yo te conté que era un defecto de nacimiento, que se había operado en numerosas ocasiones pero que aquel ojo no parecía tener remedio. Y tú, ni corta ni perezosa, te lanzaste hacia la mesa para escribirle una carta. En ella, le rogabas, casi le exigías, al bueno de Thom que no volviera a intentar arreglar su ojo, que si lo hacía dejaría de ser quien era, no volvería a componer canciones como ese Anyone can play guitar que hacía que te emocionaras. No sé si él leyó tu carta, o si ésta terminó en un buzón oxidado y perdido, pero lo cierto es que su ojo ha continuado siendo el mismo y su música, también, aunque ahora me estremezca junto a otros oídos.

..........................

Me lo tatué con letras finas, elegantes. Andrea. Lo hice en aquel antro, ése al pie del malecón desde el que se podía oler la sal. Habíamos terminado siendo la típica pareja de postal, a la que todo el mundo mira diciendo: ahí van dos personas auténticas, dos almas gemelas. En tiempos de música y escritores borrachos, tú y yo vivíamos como todos soñaban. Tú escribías una prosa atormentada, cruda y áspera como un día de invierno; yo era todo un crooner de voz hipnótica y arrebatadora, ése que seguía contándote todos los recodos de tu mundo musical. Éramos una fachada encantadora. Nos sentíamos, sin duda, los reyes de todo aquello y no lo ocultábamos. Días de vino y rosas.
Echando la vista atrás recuerdo claramente el momento, eso y Sail to the moon sonando a través de un ajado altavoz. Aquel instante negro, devastador, imperdonable, que yo no supe (o no quise, o evité) detener. Tengo claro que no fue la música de Thom (quizás sí su voz) quien te ofreció esa primera dosis, quien te hizo asomarte al abismo, aquél que, de un plumazo, en menos de un segundo, mandó a la mierda todo lo que éramos, (pájaros, palabras deslumbrantes, res sostenidos, chupitos de Jack Daniels), y lo que es peor, todo lo que podíamos haber sido (chispazos de luz, complicidad suprema, vinilos, cuartillas), para terminar convirtiéndonos en desconocidos. Tú, un dibujo de Tim Burton. Yo, el protagonista de cualquier novela barata.


Este texto doble es mi aportación al fantástico proyecto Canciones en Braille que desarrolla Eme en Polaroid Mondo y que podéis ver pinchando su enlace en la lista de la derecha.


Escuchando: You make it easy - Golden Smog

jueves, julio 19, 2007

Impunidad (Cara B)

Siempre se dejaba llevar por las corazonadas, por las impresiones. Así que aquella noche, cuando el despertador perdió una de sus agujas al ir a ponerlo en hora, el detective presintió que iba a dormir poco. No se equivocaba. Poco después de la medianoche sonó el timbre del teléfono, agitando el aire de la solitaria habitación. En ese instante supo que había vuelto a actuar, que el rompecabezas iba a tener una pieza más a partir de aquella noche.

Sentado en su berlina gris, con la pequeña sirena atronando las inhóspitas calles, se dirigió al lugar, a un sitio que pese a ser diferente ya había visitado en innumerables ocasiones durante los últimos meses. Jugó a imaginarse la escena mientras sus ojos se acostumbraban a la mortecina luz de las farolas.

Cuando llegó la zona ya estaba acordonada y un número importante de curiosos trataba de saciar su morbo. El coche estaba atravesado en mitad de la calle y varios de sus compañeros sacaban huellas de toda la escena. Las lunas del vehículo estaban salpicadas de sangre. De forma automática y antes de hacer cualquier otra cosa, guiado por los años de experiencia, sus ojos se posaron en las personas que contemplaban aquel espanto. Igual que en las anteriores ocasiones, tuvo la certeza absoluta de que estaba ahí, de que con una sonrisa en su rostro se burlaba una vez más de él. No tenía ninguna duda.

Se esforzó hasta el mareo en grabar en su mente todas las caras de aquel grupo de personas. Las cinceló en su cerebro con la esperanza de reconocer alguna de ellas, de ver en alguno de esos ojos los mismos que contemplaron el último asesinato, o el anterior, hacía ya más de tres meses. En el fondo, sabía que la tarea era casi imposible, pero aún así no pudo dejar de mirar aquellas caras hasta que todas ellas se desvanecieron cuando se cruzó frente a la suya la del comisario. El tiempo cada vez estrechaba más su soga. Los resultados no llegaban.


Escuchando: There there - Radiohead

jueves, junio 28, 2007

Impunidad

Los primeros rayos de sol comenzaban a asomarse por encima de los aleros. Se apoyó en una farola y se preparó para disfrutar del espectáculo que él mismo había creado. En ese momento pensaba, sin ningún atisbo de duda, que la impunidad era un regalo inigualable. Se sentía como Dios. Al igual que él, era capaz de mover a todos los títeres a su antojo. Cobijado en el gentío sintió algo parecido al orgasmo. Aquello no tenía parangón.
Había huido, sin prisa, simplemente caminó hasta el parque de la esquina y se sentó a esperar las primeras sirenas. Una vez éstas atronaron el cielo atravesado por la luz como un colador, la gente, llevada por esa curiosidad innata, se dirigió hacia la zona. Ése era el momento para regresar al lugar. Era consciente de que uno de los principales puntos del decálogo policial es que el culpable siempre vuelve a la escena del crimen, pero eso a él no le importaba, de hecho ahí estribaba gran parte de la gracia del asunto.
Desde su posición privilegiada, rodeado de personas escandalizadas y horrorizadas, pudo ver a su gran rival llegar al lugar en uno de esos coches grises con una pequeña sirena pegada al techo. Disfrutó observándole examinar el escenario, buscando ángulos de todo tipo alrededor del vehículo abandonado en mitad de la vía. Pero, sin duda, el gran momento llegó cuando se volvió hacía el gentío e intentó escrutarlo con la intención de encontrarle, de descifrar en los ojos de alguien alguna huella de culpabilidad. Bien sabía él que aquello era inútil, un acto reflejo, y que los títeres continuarían bailando al son de la música de ese desconocido. Aún quedaban muchos escenarios por contemplar con una sonrisa de satisfacción.


Escuchando: A song for the lovers - Richard Ashcroft

miércoles, junio 06, 2007

El hombre

El hombre en cuyos mítines se gritaba
Pujol, enano, habla castellano. El
hombre que enseguida comenzó a hablar
catalán en la intimidad. El hombre
que casó a su hija en El Escorial.
El hombre que se fotografiaba con
puro, copa y pies encima de la mesa
al lado del emperador del universo.
El hombre cuya mirada competía en
penetración, agudeza e ingenio con la
de Bush. El hombre que al dar una
rueda de prensa en tejano inspiró la
mejor campaña antidrogas de la historia
(así te ves tú, así te ven los demás).
El hombre que al alba, con viento
favorable, conquistó heroicamente la
isla de Perejil. El hombre que se apuntó
a una ocupación ilegal. El hombre
que mirando a los españoles a los
ojos aseguró: créanme, hay armas de
destrucción masiva. El hombre que
profetizó que aquella invasión criminal
pacificaría la zona. El hombre
que el 11-M, tras deducir lógicamente
que el atentado era una respuesta a
su apoyo a la guerra de Irak, mintió y
mintió a los españoles, intoxicó a los
directores de los periódicos y engañó
a las cancillerías. El hombre que frente
al mayor atentado de la historia de
España no convocó el pacto antiterrorista.
El hombre que montó una manifestación
sin negociar el lema ni el
lugar ni la hora. El hombre que tras
la derrota del 14-M corrió a la tele
para decir que él no había perdido las
elecciones, porque el candidato era
Rajoy. El hombre que se apuntó a la
teoría de la conspiración. El hombre
que en sede parlamentaria habló de
desiertos y montañas (nevadas). El
hombre del Movimiento de Liberación
Nacional Vasco. El hombre del
sabremos ser generosos. El hombre
del terrorismo no se usa en la lucha
partidista. El hombre del responsable
de un atentado es el autor del atentado.
El hombre del responsable de un
atentado es Zapatero. El hombre que
tras dejar el Gobierno se paseó por el
mundo hablando mal de su país, como
un embajador inverso. El hombre
que de joven no se atrevió a llevar
melena. El hombre que estuvo en contra
de la Constitución y del divorcio y
del aborto. El hombre de fuertes principios
religiosos. El hombre al que
nadie dice a qué velocidad se conduce
ni cuántas copas se toman. El hombre
que asegura que no votar al PP
equivale a votar a ETA. El bodeguero
mayor de Castilla. El marido de
Ana Botella. El inspector de Hacienda.
El hombre. Vuelve el hombre.


Juan José Millás


Escuchando: La prueba del polígrafo - La Costa Brava

miércoles, mayo 23, 2007

Descalza

Y mentiste cuando dijiste que los sentimientos son inofensivos. No, no es así. Son rápidos y traicioneros. Siempre se me adelantan. A mí, y a ti también. Aunque lo niegues, aunque prefieras pasearte por esas plazas del centro, descalza y bailando, como si de verdad nada te preocupara, como si flotaras sobre todo, sobre todos.
Y yo me lo creía. Prefería pensar que si te acompañaba en tus vuelos sobre jardines y dormitorios, todo desaparecería, o más bien se volvería de la forma que yo quería. Con bares y música de Radiohead.
Sin embargo, y como cabía esperar, todo se terminó por difuminar. Como las rayuelas en el suelo cuando llueve. Y tú continuaste descalza, pero yo tuve que calzarme esos zapatos tan pesados como tres vidas y tuve que abandonar los sueños para encarar nuevas pesadillas. Es así como se escribe la historia. Al menos, la nuestra. Porque la tuya hace tiempo que es difícil de acotar. Se perdió entre tejados a dos aguas y libros de Nietzsche.


Escuchando: Paranoid - The Sunday Drivers

jueves, mayo 03, 2007

Dolor

-¿Estás casado? ¿Tienes hijos?
-No.
-Vaya, hubiera apostado por ello.
-No, no los tengo. Y no es nada casual, sino totalmente meditado. Es una elección. Simplemente, le tengo mucho respeto al miedo.
-¿A qué te refieres?
-Pues eso. Supongo que se resume fácilmente en que no me siento capaz de enfrentarme al miedo de perder a mis personas queridas.
-¿Y por eso prefieres no tener a nadie?
-Exacto.
-Perdona si te ofendo, pero me parece cobarde.
-Bueno, supongo que puede ser así. ¿Alguna vez te has planteado lo que tiene que doler perder a tu mujer, a un hijo? Y no te hablo de edades avanzadas o enfermedades que te van preparando. Me refiero a un golpe repentino, traidor.
-Yo he perdido gente cercana y no creo que la solución sea extinguir la especie.
-Mira, yo perdí a mi abuelo. Murió de repente. Era mayor, sí, pero estaba como una rosa. No tenía ni un achaque y su vitalidad era a prueba de bombas. Pero, un buen día, dijo adiós y se fue para siempre. Supongo que fue entonces cuando lo decidí. Me dolió tanto, fue una sensación tan horrible, que caí en la cuenta de que sería muchísimo peor con un padre o una madre. Me bastó con ver al mío aquellos días para comprenderlo.
-Pero el hecho de tener un hijo, de compartir la vida con alguien, conlleva tantas cosas buenas que merece la pena jugársela.
-Sí, supongo que ésa es la opinión de la mayoría de la gente. Pero no la mía. El planteamiento de perder a un padre me llevó a extenderlo más allá. Al momento de crear tu propia familia. No sería sino aumentar las probabilidades. Una mujer, un hijo, ¿para qué elevar la posibilidad de dolor? Al final, siempre llega la pérdida y la desesperación. Otra vez el vacío. Y yo, sinceramente, no soportaría tanto dolor ni tanta ausencia.



Escuchando: Fat children - Jarvis Cocker

lunes, marzo 26, 2007

El pianista

¿Y qué coño saben ellos de lo que es tocar el piano? Que si no sé elegir la melodía adecuada para cada momento, que si con estas pintas no se puede venir a hacer soñar al público, que no se puede tocar el piano bebido… ¡Pues claro que se puede viejos frustrados! Años y años de conservatorio para esto ¿Y si supieran que yo fui enseñado por los más grandes, que toqué con ellos por todo el mundo? ¿Qué dirían si se enteraran de que mis discos eran tan valorados que terminaron convirtiéndose en piezas codiciadas como un cuadro de Monet?

Pero no. A toda esta cuadrilla de falsos aristócratas les da igual. Viven exclusivamente de la imagen, pero están secos por dentro. Siempre con sus putitas de lujo, buscando impresionar, con sus trajes, sus anillos y sus andares de estrella. Falsedad. Todos ellos son una pose sin consistencia. Castillos en el aire. Fuera de este club, todos tienen una vida que les espera. Una gris oficina con una triste secretaria con gafas de concha. Una mujer que ha perdido la línea después de haber parido a tres monstruitos que les amargan al llegar a casa y que sólo les quieren para exprimir su billetera. El club es su oasis simulado; la vida que se han construido para poder tener dos, para poder seguir en pie.

En el fondo, me dan pena. Son unos pobres desgraciados que necesitan vivir dos veces para disfrutar. Cobardes que no han sido capaces de encarar sus problemas y cortar por lo sano; se han cagado en los pantalones cuando han visto que su vida no es la que querían, que su mujer les asquea y que no quieren cargar con descendencia egoísta. Y en lugar de ser valientes, de luchar por su existencia, han tomado el camino más fácil. Vivir como un agente doble. Y se confunden, no es divertido.


Escuchando: Prenzlaurberg - Beirut

miércoles, marzo 07, 2007

Matusalem

El señor azul se preguntaba cómo es posible enlazar tal cantidad de cagadas de manera consecutiva. Sentado en el taburete del Wilde, mirando la calle por aquel enorme ventanal, pensaba que nunca sería capaz de enderezarse, de conseguir mantener una historia en línea recta más allá de quince minutos. Pidió otro Matusalem con cola y se acodó en la barra. Quiso reconstruir todo lo ocurrido, pieza a pieza. Pero ya había llegado a un punto en que no conseguía distinguir lo que estaba bien y lo que no. Él, simplemente, actuaba. Pero su problema estaba en que nunca había querido aprender, y ahora lo veía. Nunca les había prestado atención. En ningún momento quiso saber por qué aquello o por qué lo otro.
A esa hora, el Wilde estaba lleno de individuos patibularios, sin más pensamientos que seguir bebiendo hasta que echaran el cierre. Eso le entristeció aún más. Aquéllos ya no eran tiempos para cartas, pero, aún así, el había escrito una y se la había mandado. Y, por primera vez en su vida, sí rellenó el remite. De aquello habían pasado días –aunque a él le había parecido años bisiestos- y no había obtenido respuesta. Lo que más le indignó fue que las disculpas hubieran perdido el peso, la aristocracia, que en otros días habían tenido. Ni reconociendo el error, asumiendo que había metido la pata hasta el fondo, logró enderezar el timón. ¿Qué más se puede hacer cuando una disculpa, un lo siento, no sirve? Sólo con imaginar que la respuesta a esa pregunta fuera un NADA rotundo sintió una tristeza insondable. Así que decidió que no había mejor opción que pedirse otro Matusalem. Pensar sólo hace daño. Al menos a él.


Escuchando: Keep it Amazed - French Kicks

lunes, febrero 12, 2007

Heridas

Y llorabas cuando follábamos. Profundamente. Gemías de placer, pero las lagrimas resbalaban por tu rostro. Llorabas igual que en muchas otras ocasiones. Y yo había terminado por acostumbrarme, aunque nunca llegara a entender qué era lo que tenías. Después, sentados los dos en la cama, con un cigarro en los labios, tú tratabas de explicármelo. Me hablabas de campos de trigo y de muñecas desnudas. De tardes inmensas como lagos. Me explicabas algo sobre una herida de ésas que no se ven y que no cicatrizan nunca. Y que sangran como úlceras. Entonces yo te apretaba contra mí, y tú volvías a llorar y a mí me daba la impresión que te dolía quererme. Que te dolía querer, y que ya fuera follando o escuchando nuestro disco favorito las lágrimas serían compañeras nuestras. Y desde entonces tengo una misión basada en conocerte en toda tu extensión, de cabo a rabo, no dejar ni una célula de tu pensamiento sin rastrear en busca de una herida tan vieja como la tierra y tan omnipresente como el amor.


Escuchando: La rupture - Yann Tiersen



(En la imagen el autor, un servidor, víctima de un robado pactado)

viernes, febrero 02, 2007

Fronteras

Afuera, el aire sonaba como si disparara balas contra las ventanas. En estos parajes es normal, nos dijo aquel orondo nativo que nos alquiló aquella habitación. Era lo que buscábamos, al menos yo; un sitio tranquilo, con poco movimiento. Era un bloque feo, gris como una tarde de tormenta. No tenía nada alrededor, a excepción de arena y una gasolinera más acorde con los tiempos del charlestón. Yo, particularmente, no necesitaba nada más. Pero tú, me dio lo impresión que sí.
Supongo que siempre estaría aquello entre tú y yo; creando un campo magnético que iba bloqueando cada vez más nuestros impulsos. Eras para mí algo frío, y eso que todo esto acababa de comenzar. Pero todo era distinto. Esa coleta torcida nunca había estado ahí, y ahora me agriaba el carácter cada vez que te miraba.
Quizás es que las fronteras son tan finas como las hebras de hilo y tus labios y el borde de un folio y mi paciencia. En aquella mecedora, con mi cigarro a medias, hubiera jurado que había traspasado la frontera y había sido capaz, pese a su falta de grosor, de notarlo. Esa confirmación me sentó en una nube desde la que te ví llorar, gritar, dormir, volver a gritar, soñar, cagarte en mis muertos, clamar venganza, volverte a dormir y, por fin, entrar en un estado de tranquilidad tan fino como aquella frontera, como el asiento que, aunque fuera por unas pocas horas, me puso por encima del bien y del mal, del agobio y la presión. Por encima de ti.


Escuchando: Pictures of you - The Cure

lunes, enero 22, 2007

Fuentes

Ya había recorrido todas las fuentes de la ciudad. Y no me refiero a las de los parques en las que beben los niños. Hablo de las que adornan esas plazas escondidas que siempre suelen estar rodeadas de turistas. En todas estuve un rato y en todas arrojé una moneda. No sé por qué siempre he creído en eso, en que si tiras una moneda en esas fuentes tu deseo se cumple. Y no soy el único. Nada más hay que ver la cantidad de dinero que había en aquellos fondos.
El caso es que tras caminatas interminables por toda la ciudad y cientos de euros gastados –porque un deseo es un deseo y no puede cumplirse con unos pocos céntimos-, el deseo no se cumplía y, de tanto nombrarte, comencé a temer que te dolieran los oídos.
Una tarde, nada mas lanzar la última moneda de un euro que me quedaba, llegué a la conclusión de que quizás lo estaba haciendo mal. ¿De dónde había sacado yo que el deseo había que pensarlo antes de lanzar la moneda y no después? Ahí había estado mi problema. Lo había hecho mal.
Así que al día siguiente, y una vez llenos mis bolsillos de monedas, volví a la carga. Como lo había hecho mal desde un principio, decidí visitar las mismas fuentes otra vez. Y así inicié de nuevo mi ruta, sólo que esta vez el deseo venía cuando la moneda había tocado el agua.
Unas semanas después, más pobre y triste todavía, no entendía nada. Mi deseo seguía sin hacerse realidad; tú no habías vuelto a mis brazos y, probablemente, te dolían los oídos más que nunca. Porque no sé si saben que para ello no es indispensable el insulto. Hablando de alguien hasta la extenuación se consigue una otitis de campeonato. Pero no era mi intención.
Y, bueno, como supongo que todos ustedes esperan una moraleja o algo parecido a un final y yo no estoy dispuesto, sólo les diré que mi conclusión es que todo eso es una mierda. Que los deseos no se cumplen y que las cosas rotas no se arreglan pegándolas. Y que mientras yo tiraba monedas como un tonto, ella ya tenía un nuevo universo construido. Y que, bueno, pude sonar a pesimismo de psiquiátrico, pero que no vale de nada sentarse a desear que alguien vuelva, ni siquiera ir a buscarle, porque cuando algo termina lo hace de verdad. Las segundas partes no es que siempre sean peores, es que son imposibles. Ah, por cierto, ¿qué coño pasará con todas esas monedas que se amontonan en las tripas de las fuentes?


Escuchando: El cristal por dentro - Maga

jueves, enero 11, 2007

Acordes

Afiné la guitarra sentado en aquel precioso tejado. Desde allí se veían todas las escamas de Madrid. La cabeza de miles de edificios cortando la niebla como si fuera leche. A oscuras, con la única luz de la brasa de mi cigarro, comencé a pellizcar aquellos acordes que siempre serían LOS ACORDES. Sonó como de costumbre, pero el maullido de un gato escalador, morador de aquellas alturas, le dio un punto distinto, quizás más desgarrado.
Al terminar, me quedé vacío. Por primera vez. Era un vacío total que me aisló durante unos momentos de todo lo que me rodeaba. Sólo podía ver estrellas y planos en negro. Supuse que aquella canción, como siempre había soñado tras aquello, había purgado mi interior. Si en su momento fueron creadores, ahora LOS ACORDES habían puesto el punto final definitivo.
Me sacó de mi ensoñación un nítido aplauso. Al principio no supe qué era; de dónde venía. Un escalofrío recorrió mi espalda hasta despertarme del todo. Al fondo, en un edificio cercano, divisé una figura. También sentada sobre su tejado. Y con una guitarra sobre el regazo. Entonces, comenzaron a sonar unos acordes que en un principio eran desconocidos para mí, pero que, poco a poco, fueron despertando algo que comenzó a llenar mi interior de nuevo. Otra vez, el círculo volvía a empezar.


Escuchando: Hot House - Dizzy Gillespie
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