martes, marzo 30, 2010

Seguridad incierta

¿Recuerdas los días en los que corríamos por las calles? No había ataduras, ni futuro, sólo el cuarto de hora siguiente. En algún momento de aquellos días llegué a pensar que sí, que lo había conseguido, que tenía la fórmula. Y quizás tú también. Supuse que la seguridad es fruto del presente, del momento, que se atrapa y se apunta en una hoja de papel con tinta negra, que se lleva en el bolsillo para siempre como fruto de la conciencia de creerse vencedor. Pero al final siempre acaba lloviendo, diluviando, convirtiendo la tinta en ríos de de color noche imposibles de atrapar porque se escurren entre las manos. Seguridades licuadas por la percepción de que en realidad nada es nunca cierto.


Escuchando: Devil in the details - Placebo

jueves, marzo 25, 2010

Años

Antes nos lo pasábamos en grande con una simple rueda de metal y una vara para hacerla rodar. Ahora tienen todos esos cachivaches electrónicos con los que se tiran horas y horas… Su voz entonces se apagó por un momento, como soterrada por la certidumbre de que los años le pesaban en lo más profundo. Y no están contentos, dejó escapar en algo que más parecía un susurro que una frase. Entonces se irguió sobre el asiento y, con un gesto lleno de amor propio e impostada altanería, se secó la mejilla. No fuera a ser que su nieta le viera llorar.


Escuchando: Pace is the trick - Interpol

martes, marzo 09, 2010

Polvo

Cuando la tierra está seca –que es casi siempre- el polvo es el auténtico dueño. No hay hueco o rendija por el que no sea capaz de pasar, dejando todo cubierto de una fina capa incolora. Resulta difícil acostumbrarse a la idea de que tus pulmones se llenan de polvo a cada respiración y uno termina por estar casi todo el día agobiado, como mareado. Así que aquella tarde, esperando frente al motel en el parking desierto, cerré todas las entradas de aire e intenté respirar limpiamente en el interior de mi coche. El calor era insoportable, pero mejor que sentir el polvo en la garganta.

Acababan de dar las nueve de la noche cuando el sol se desplomó sobre las colinas con un ruido sordo. En la ventana ya brillaba una tenue luz. Pese a todas las precauciones, mi garganta ardía como las brasas. Di un trago a la botella de agua y ésta pasó por mi tráquea como si arrastrase con ella cientos de guijarros. Fuera del coche el viento había levantado cortinas de polvo transparente que ya comenzaban a posarse sobre la carrocería. Pensé que pronto tendría que dar los limpiaparabrisas para poder seguir viendo.

Quité la Biblia de encima de la pistola y rellené el cargador lentamente, disfrutando de la sensación una vez más. En los cristales se escuchaba un leve y continuo bombardeo, como si lloviera fino. Pero no era agua. La luz seguía encendida. Me acordé en ese momento de un perro que tenía en casa de mis padres. Era blanco y negro y no le gustaba el sol. Se pasaba todo el día metido en su caseta de madera y nadie era capaz de hacerlo salir. Cuando la oscuridad ganaba la batalla, comenzaba su jornada. Muchas noches, desvelado, le vi desde mi ventana enterrar las muñecas de la vecina.

La puerta se abrió y apareció el abrigo gris coronado por un elegante sombrero. Antes de bajarme del coche pensé que era una pena que, en cuestión de segundos, tan bonito ejemplar de ala ancha se fuera a ver arruinado por las manchas de sangre, barrido por el polvo enemigo. Quizás con un agujero.


Escuchando: El boxeador - Bunbury
Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.