martes, septiembre 11, 2007

Hostias

Allí estaba él, con la cabeza gacha, en aquella iglesia llena de una iconografía que le era totalmente ajena. Esperaba que le tocara el turno para recibir lo que llamaban la hostia consagrada, eso era al menos lo que había oído. Era la primera vez (y sería la última) que participaba en aquella parafernalia. Lo recuerda como si fuera ayer. Todos los chicos en fila, obedientes como ganado, en el más absoluto silencio, mirando con una mezcla de respeto, miedo e ignorancia a aquel señor bajito con una especie de túnica blanca escoltado por una monumental cruz. Uno a uno iban abriendo la boca y recibiendo aquella pequeña esfera blanca ahogados por el pánico. Y es que no se podía masticar porque pobre de ti si lo hacías. Era el CUERPO, y morderlo te traería poco menos que la condenación eterna. El miedo siempre ha sido el gran poder de la Iglesia. Su principal baza.
Todos estaban acostumbrados a aquello, pero para él, que no estaba bautizado, ni había hecho la comunión, ni estaba mínimamente familiarizado con todo aquello, la experiencia le fue extraña. Y es que él nació ateo. Porque aunque sus padres hubieran decidido meterle en el mismo saco que a los demás desde un principio, que no fue el caso, hay cosas que vienen dadas. Y a él, sinceramente, no le gustan las iglesias. Y menos los curas. Así que, y como no podía ser de otra forma, al salir de la iglesia se sintió tan defraudado como tranquilo porque aquello no había cambiado nada. Al contrario de lo que había oído decir, él se trago una especie de galleta y al día siguiente la cagó como las de chocolate que se comía todas las tarde. Ahí se acabó todo. No hubo más. Así de simple.


Escuchando: El amor valiente - Deluxe
Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.