lunes, mayo 26, 2008

Devenir

Una carretera comarcal, de noche. La oscuridad engulle todo menos los faros encendidos del coche, orillado en el arcén. Dentro, Andrés permanece inmóvil, con la frente apoyada en el volante de cuero. No se escucha nada, tan sólo la naturaleza nocturna en plena efervescencia. Un mundo que es ajeno a él, por completo. En la mano izquierda sostiene un teléfono móvil y la derecha le tiembla a espasmos irregulares sobre la palanca de cambios. La luna regatea a una nube y baña de blanco el escenario.


En la maleta no va a entrar todo, y lo sabe. Así que trata de filtrar las cosas suyas que hay en esa casa, hasta ese día su isla, su fortín. No sabe muy bien qué debe llevarse y qué no. No sabe muy bien nada. Jerseys, bragas, zapatos, una fotografía que deberá cortar por la mitad después, en el tren. Un libro con una dedicatoria que ahora siente vacía, sin significado. Le parece mentira tener que estar huyendo de su sitio, de su lugar. Apátrida a la fuerza. Vértigo, nervios. Se sienta en el borde de la cama, la mirada perdida en una foto colgada de la pared dentro de un marco verde. Sus ojos azules se reflejan en el cristal que la cubre, el que salva una vida muy lejana. Demasiado.


Olor a pólvora. Fuerte, denso. Una pequeña columnita de humo, apenas visible con la poca luz reinante. El relámpago aún vibrando en las paredes, resonando a su alrededor, en su interior. De rodillas, sobre el duro y polvoriento suelo, aún con el hierro en la mano. Caliente, tanto que siente como se le clava en la carne, como si fuera una res y estuviera siendo marcado antes de volver al redil. Lo merezco, piensa, debería quemarme entero, desaparecer. Aún gotea, poco a poco, ese líquido que desde cerca parecía rojo, pero que ahora es de un negro atroz, como su interior. Como su corazón. Sólo una imagen en su cabeza: él, de pequeño, con no más de siete años, con una pistola en la mano, plateada y brillante, apuntando a otro niño. Apuntándole a la cabeza. Y disparando. Y volviendo a recargar la flechita roja de plástico. Para rematarlo.


Escuchando: 1979 - The Smashing Pumpkins

martes, mayo 20, 2008

Desesperanza

Cierra los ojos por un instante, cuando ella no mira. Lo intenta con todas sus fuerzas. Se concentra con tanta energía que le duelen las pupilas. Son sólo unas palabras, se dice. Él, que las domina con facilidad. Pero no aparecen. Intenta concentrar sólo cuatro o cinco, las apropiadas, las que pronunciadas una detrás de la otra obren el milagro, cambien los sentimientos de ella, su opinión, de un plumazo. Busca que, al pronunciarlas, ese vacío que siente en el estómago diga adiós y que desaparezcan para no volver esas ganas de verterse por los lagrimales. Pero no lo consigue y deja caer su cabeza sobre el colchón, exhausto. Entonces ella se gira y sus miradas se encuentran, momento en el que a él sí le brota una palabra, sólo una: desesperanza.


Escuchando: Superman - Stereophonics

lunes, mayo 12, 2008

Restos

Pues sí, lo escribí yo. Aunque ahora te pueda parecer mentira e incluso pienses que te estoy tomando el pelo. Sí, lo escribí yo. Y además recuerdo el día como si fuera ayer. Por entonces vosotros aún no lo sabíais, pero ya hacía tiempo que aquello se sostenía en pie por sí solo. En realidad me daba vergüenza hacerlo, ya sabes, por el qué dirán, por el miedo a que lo descubrierais todo, a que lo descubrieran todo. Pero me pareció bonito. Y, sí, lo hice. En el muro blanco que circunda el colegio de las monjas. Por la tarde, al caer el sol, con el corazón saliéndose de mi pecho, y no sólo por la situación. Aún hoy sigue allí. ¿A que es increíble? Cómo puede haberse mantenido todo este tiempo, por encima de los grafitis, del afán de limpieza de las monjitas y del tiempo, que por aquí en invierno no tiene respeto por nada. El otro día pasé por delante y lo vi. Hacía mucho que no pensaba en ello, pero fue bonito recordarlo aunque fuera por un momento. Recordé la sensación exacta que tuve mientras lo escribía: Te quiero en mi camino. Y me reconfortó. De verdad que lo hizo.


Escuchando: Yankee go home - Clap your hands say yeah

viernes, mayo 09, 2008

Soñar...

Ayer soñó que la Gran Vía volvía a amanecer llena de luces y pinos de plástico adornados; de gordos vestidos de rojo con sombreros de borla y tres tipos sobre camellos hasta arriba de regalos. Soñó que tenía de nuevo ante sí todas las posibilidades, y una chica que creía y en la que él, esta vez, sí creía. Soñó, sobre todo, que sabía identificar la oportunidad, que era capaz de darse cuenta de lo que tenía ante sí. Y no lo dejaba escapar. Lo valoraba y lo abrazaba. Pero los sueños no dan más de sí, y fuera de ellos no existen las máquinas del tiempo para que pueda reciclar todos estos meses hasta volver al punto donde pudo agarrar su destino y no lo hizo. Pero así es la vida, cosida a base de trenes desperdiciados y estaciones vacías.


Escuchando: Reckoner - Radiohead

martes, mayo 06, 2008

Baldosas

Al contrario de lo que podría creerse, cuando estamos vacíos no nos volvemos más livianos, sino que pesamos un quintal. En todos los aspectos. Eso es lo que siente J esa tarde. Lluvia, tráfico, paso frenético, tiendas atestadas… Todo aquello le rodea mientras él se deja llevar por el gentío. Sin dirección. Sin rumbo. Su mirada no se posa en ningún sitio, sino que flota sobre la neblina de la ciudad, deslumbrada por los faros de los coches, rápidos e ineducados como adolescentes. Ahora, frente a él, una gran pantalla monocolor muestra a un caballero, excelentemente vestido, tomando un trago de un whisky que, según el anuncio, te hará ser el más popular de la ciudad. Bendita mierda, consigue pensar, rompiendo levemente la cortina que le oprime la mente. Después se para en un soportal, limpia el agua de sus gafas con un pañuelo, se sube el cuello de su abrigo y sale de nuevo al río que enloquece a la ciudad.

La silla es dura. Es lo primero que piensa al sentarse frente a ese desconocido. Es atractivo, se reconoce después, mientras él se levanta a pedir a la barra, custodiada por una rubia con unas tetas que podrían competir con las de una vaca de los pastos gallegos. Al principio no le pareció mala idea, pero según fueron pasando los minutos y la conversación viajó por temas insulsos y vacíos, comenzó a maldecir el momento en que había aceptado la invitación. Así que, fiel a sí misma, se levantó de la silla, argumentó un mal estar general y abandonó el bar dejando tras de sí una estela tan fría como la noche que la aguardaba fuera. La reconstrucción no será fácil; nadie dijo que lo fuera.

La gota cae sin remisión. A intervalos regulares. Cada medio minuto ha calculado. El suelo está formada por baldosines idénticos, salvo por la diversidad de puntos que conforman su interior creando dibujos. Un lagarto. Un carro. Una pistola. Un preservativo. Un coche. Todo un mundo en ese suelo. La sangre comienza a subírsele a la cabeza, pero no le importa. Lo cierto es que no tiene nada mejor que hacer y si quisiera tampoco podría hacerlo. La gota sigue marcando el tiempo, con una precisión que ya quisieran para sí los suizos. Por debajo de su cabeza, pasando por encima del preservativo, una cucaracha. Del negro más puro. Avanza con poca decisión, como si en realidad no quisiera ir a ningún lado. Piensa que a lo mejor no ha reparado en su presencia y por eso no trata de huir. Intenta soplar, pero el aliento no le alcanza para tanto. Así que observa como el bicho continúa su lento caminar, más parecido a una procesión que a un simple paseo. Siete gotas después, la cucaracha ya es historia.


Escuchando: Japonesa - La Costa Brava
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