viernes, septiembre 26, 2008

En un segundo

En la calle llueve de forma torrencial cuando Elena sale de su casa y se dirige a la parada del autobús. Encima es lunes, piensa mientras esquiva un enorme charco. Ha pedido la mañana libre porque tiene una cita con el médico. Le pesa el mundo y lo último que quiere es tener que estar esperando un par de horas en la asfixiante sala de espera del ambulatorio. En la parada coincide con gente como ella, trabajadores legañosos, con la vista perdida en el pavimento y sin un ápice de ilusión en su gesto. Durante el trayecto en el atestado autobús, a Elena le entran ganas de vomitar. Pero no es una necesidad procedente de un malestar físico, sino anímico. Le pesa el mundo y le duele el alma.

El autobús le deja frente a la puerta del edificio, blanco y aséptico como su interior. Pese a saberlo, el hecho de encontrarse la sala de espera abarrotada no hace sino empeorar su ánimo y su estado. Un mareo aprieta su estómago como un puño cerrado. Sentada en una silla de plástico duro, naranja como una bombona de butano, espera su turno mientras observa un reloj de esfera perfecta colgado frente a ella. Las manijas avanzan tan lentas que cree que el tiempo se ha detenido. Alrededor de ella, casi todos son ancianos que se cuentan unos a otros sus múltiples dolencias, entrando en un concurso para discernir a quién es al que más le duele.

Tras algo más de una hora, Elena entra en la consulta. No está su doctora, sino un hombre de unos cincuenta años, enjuto hasta la endeblez y con unas gafas de metal en sintonía con él. Tras explicarle el porqué de su visita y verle un par de minutos tecleando en su ordenador, le observa torcer el gesto y levantarse de su silla. Acompáñeme, le escucha decir Elena mientras le guía hacía una sala anexa a la consulta. No entiende a qué viene todo aquello y pregunta insistentemente si ocurre algo mientras entran en la nueva estancia, pequeña y consistente sólo en una mesa de madera artificial con dos sillas, una a cada lado. El hombre, con un gesto tan educado como lento, le indica que se siente en la más cercana. Ella escruta su rostro, intentando descubrir qué esconde dentro de esa menuda cabeza. Los nervios y la incertidumbre empiezan a aumentar la intensidad de sus náuseas. El médico mira por unos instantes al suelo, como si hubiera perdido algo que necesita con urgencia. Entonces, levanta rápido la cabeza, como un ave, y se dirige a Elena: “Señora padece usted un cáncer de estómago”.

La cara de su abuelo, sonriendo sentado en el porche de su casa en el pueblo, con su chaqueta negra de lana, es lo primero que le viene a la mente de una forma transparente, como si de verdad lo tuviera delante. Después siente una calma extraña, una insensibilidad totalmente incompatible con el momento que le lleva a cerrar los ojos y abandonarse en la oscuridad. Tras un rato imposible de cuantificar, se levanta de forma delicada de la mesa y, en el momento en que el doctor intenta retomar la conversación, se lleva el dedo índice a los labios y con una mueca de complicidad abre la puerta. “No diga nada más doctor. No hay nada que decir”.


Escuchando: On the Floor - We are Standard

lunes, septiembre 15, 2008

Isobaras

Si lo tienes en la mano, para qué lo sueltas. Para qué te arriesgas a que aprenda a volar y no regrese. Es lo que se pregunta sentado en ese balancín color azul cobalto en el centro del parque. La mano se desplaza lentamente, marcando un semicírculo en el aire que desprende aroma a café y galletas, hasta rozar su mejilla. Lo hace con una delicadeza que le eriza hasta el último pelo de su cuerpo. El recuerdo es tan claro como el cielo sobre su cabeza, pese a que aquel hombre oscuro y desagradable predijo en el telediario que llovería. Todo el mundo se equivoca, claro. Hasta él. Porque abrir la mano y soplar fue un error tan grave como interpretar mal las isobaras. Y ahora se mira los pies y los ve excesivamente pequeños, y tiene miedo de levantarse, no vaya a ser que no le sostengan.


Escuchando: Read my mind - The Killers

jueves, septiembre 11, 2008

Jack

Jack era un tipo muy antisocial, gruñón y bastante desagradable. Se pasaba las horas en su taller y, cuando echaba el cierre, se metía en su casa para no volver a salir más hasta la mañana siguiente. Tuvimos muchos altercados con él porque ponía la música muy alta y despertaba a la niña. Más de una vez las ruedas de nuestro coche aparecieron rajadas, o las ventanas cubiertas de barro. Nunca dudamos de que había sido él. Pero a mí marido y a mí nos daba demasiado miedo, con aquella pose suya de pistolero. Me cayó mal desde el primer día en que apareció en el barrio, aquella mañana en la que llegó con su sucia camioneta. Yo le calé al primer vistazo.

Me acosté con él en más de una ocasión. Hace mucho de aquello. Le había visto alguna vez por el bar y le había servido más de un whisky. Rápido me fijé en cómo me miraba las tetas. Me gustó su cicatriz en la barbilla, era morbo lo que sentía, sí, ahora estoy segura. Siempre fue en mi casa porque nunca permitió, y en ningún momento me quiso decir por qué, que fuéramos a la suya, pese a que le avisé de que en cualquier momento podría aparecer mi marido. Pues le mataré, me decía. Nunca le creí.

Conocí a Jack en mi primer viaje a Texas. Por aquel entonces yo era un comercial de una empresa de alimento para ganado que se ganaba la vida viajando de manera continua de un lado para otro. Con una carpeta negra bajo el brazo iba por todas las granjas de la zona que me hubiera tocado intentando convencer al lugareño en cuestión de que, con nuestros productos, sus reses serían las más grandes y sanas. Siempre había querido para mí esa libertad, esa sensación de apátrida que me acompañaba por aquel entonces. Pues bien, aquella noche, cuando le conocí, le vi matar a sangre fría a un pobre anciano. Sin dudar, sin pestañear, con sus propias manos. Desde entonces tengo pesadillas. Sueño que se cuela en mi habitación y me estrangula con sus sucias manos.

El desgraciado me robó aquella noche. Debió hacerlo cuando yo me marché. A la mañana siguiente la ventana de mi despacho estaba rota y el dinero que yo guardaba detrás de la librería había desaparecido. El muy cabrón debía de haberme estado espiando. Me tuve que haber fiado de mi primera impresión, cuando entró con ese ridículo sombrero que se ponía siempre. Tenía aspecto de perro apaleado, y nunca me han gustado, se las saben todas y jamás vuelven a aceptar una mano tendida. Debí cortármela antes de ofrecérsela.


Escuchando: Te favorece tanto estar callada - Niños Mutantes

lunes, septiembre 08, 2008

Certezas

Cuando suena el cierre debajo de mi ventana significa que el día ha comenzado. No lo marca la salida del sol, ni la marcha de la oscuridad, sino ese hombre con bigote abriendo su cafetería. Pienso en lo extraño del hecho de identificarse hasta esos extremos con un sonido que se convierte en habitual, en un elemento más de tu panorama. Y la clave es la repetición, la costumbre. Y, a fuerza de ella, uno acaba teniendo certezas que entierran hipótesis. Me gusta pensar que estas certezas sólo tienen una lectura positiva, que lejos de ser un problema pueden ser una solución. Los domingos este barrio es muy familiar. Padres e hijos aprovechan para pasear al amparo de estos últimos rayos de un septiembre que ya coquetea con el viento. Con el periódico bajo el brazo apuran los últimos minutos antes de pensar en papeles, atascos y la vuelta a la realidad que significa cualquier lunes. Yo, mientras corro de nuevo la cortina, sé que tengo otra certeza más.


Escuchando: Normandie - Shout Out Louds

lunes, septiembre 01, 2008

La dama muerta

Sentir que la noche se dobla, como una servilleta, en dos mitades idénticas, sobre ti, sobre todo. Y su peso aumenta y aumenta. Pesa infinitamente más de lo que recordabas. Mucho más que la última vez. Lo dulce, lo salvaje, lo estimulante se torna dañino, depresivo, tedioso. Vierte la memoria caras dolorosas como punzadas en lo más oscuro del alma, dentelladas a un presente humillado por el pasado. Ha derivado de refugio seguro y fiel en recipiente de frustraciones y deseos obsesivos. Ha escondido las estrellas y las ha sustituido por sombras desvaídas, oscureciendo sin concesión todos los caminos. Pierde por siempre su espíritu único a favor de una monotonía de instantes cada vez más prescindibles. Dicen que la mató el mismo que liquidó a la esperanza.


Escuchando: Ciudadano A - Iván Ferreiro
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