lunes, octubre 28, 2013

Crónico

El horizonte va mudando de color. Sentado en ese banco, contemplando la ciudad desde las alturas. La espina clavada. No sé hacerlo, se susurra a él mismo. No sé hacerlo. El estallido de colores pone el decorado perfecto. Hay sentimientos que se disfrazan de enfermedad crónica. Para estar siempre acechando. No sé hacerlo, se repite, y tiene ganas de gritárselo a esa ciudad que se ha vuelto tan turbia de repente. De gritar que no sabe cuál es la llave para salir. Pero tiene claro que el grito sólo tendría unos oídos como objetivo. Que es incapaz de referirse a nadie más. Y que ahí no iba a encontrar ninguna respuesta. Así que se vuelve a sentir dentro de un laberinto, consciente de que nunca encontrará esa salida que un día vislumbró pero que ya está tapiada para siempre. 



Escuchando: The greatest - Cat Power

viernes, octubre 25, 2013

Nudo

Otra vez estás junto a mí. Sentada en el sofá, mirando al frente. Yo observo tu perfil, sin que te des cuenta, recreándome en cada detalle. Y mientras lo hago cruzo los dedos lo más fuerte que puedo, buscando el milagro. En esta ocasión sí funciona. Te giras y me sonríes, con claridad, sin fisuras. Como si fuera la última sonrisa que fueras a dedicar. Te mueves hacía mí y acercas tu cara. Cierro los ojos. Entonces, un aguijonazo certero. Los abro y comprendo que no es real, que estoy solo en esta cama y que, como en la mayoría de los casos, la realidad siempre fastidia la ficción que uno quisiera vivir. Otra vez ese nudo en la garganta; otra vez ese vacío en el estómago.


Escuchando: Where I end and you begin - Radiohead 

jueves, octubre 24, 2013

Feliz olvido

La puerta trasera del taxi se abre. La lluvia salpica al chocar contra la carrocería. El día es oscuro. Pero él sale con las gafas de sol puestas, el gorro de lana bien ajustado, abrigo de paño negro. Nadie diría al verle que tiene el corazón roto. Camina el corto espacio entre el coche y la cafetería con las manos en los bolsillos, el andar distraído. Antes de entrar hace una parada junto a la puerta, como si necesitara coger aire. 

En el interior el ambiente es pegajoso, como si llevara sin ventilarse décadas. La luz tenue deja ver unas cuantas mesas bajas, con sus respectivas sillas, desordenadas por el espacio. Parece que hubieran sido lanzadas al azar. Todas están vacías salvo una. En ella un hombre lee un grueso libro con las piernas cruzadas. Corpulento, el pelo totalmente blanco, lleno de rizos que se entrelazan hacia el cuello. Se sienta frente a él y se quita las gafas de sol. Unas gruesas bolsas aparecen al pie de unos ojos rojos, irritados. El hombre mete la mano en el interior de la chaqueta, la vista fija en el visitante. Saca una pequeña bolsa de plástico, como un saquito, y lo deja sobre la mesa. Feliz olvido, dice con una voz ronca como un trueno que retumba en el local vacío. 

Lo recoge de la vieja mesa, se levanta, se pone las gafas de sol y camina hacia la puerta. Mismo andar distraído. Antes de salir vuelve a respirar hondo, echa hacia atrás los hombros y estira la espalda. Quién diría que tiene el corazón roto.



Escuchando: Sugar - Editors

miércoles, octubre 23, 2013

Juventus


Hoy juegan el Madrid y la Juventus y no puedo evitar que mi memoria fluya. Lo hace hasta una noche de 1998, hasta el salón de casa de mis padres, las puertas de la terraza abiertas, finales de mayo. La final de la Liga de Campeones. En Ámsterdam. A por la tan ansiada séptima. Para mí, que aún no me había desengañado por culpa del mercantilismo y la pérdida de romanticismo, era una noche muy especial. Tantos años esperando una final... Pero aquella noche fue especial no sólo por eso, sino porque allí, junto a mi padre y a mí, estaba mi abuelo. Madridista hasta la médula, había esperado más que nadie ese momento. Noventa minutos para poder recordar lo que él ya había sentido y había quedado anclado en el blanco y negro. Él había vivido el majestuoso Madrid de otros tiempos que, por aquel entonces, estaba empezando a perder ciertas señas de identidad que finalmente ha terminado por destruir.

De aquella noche recuerdo los nervios, la tensión, que duraron hasta el minuto 67 cuando Mijatovic, el pelo engominado hacia atrás, hizo estallar a todo el barrio. Me veo en la terraza gritando, con mi padre al lado. Disfrutando. Eran otros tiempos, momentos en los que aún uno se identificaba con el sentimiento de pertenencia a ese equipo, heredado, como debe ser. Pero no es eso lo que más echo de menos o en lo que más pienso ahora que mi mente vuelve a aquella noche. Lo que de verdad me gustaría ahora es poder retroceder a esa tarde de adolescencia y celebrar aquel momento mucho más cerca de mi abuelo, haberlo sentido más con él, haberle tenido más presente.

Cuando uno echa de menos a alguien amplía los sentimientos, los sobredimensiona posiblemente. Quizás sí lo celebré lo suficientemente bien con él, pero le echo tanto de menos que quisiera haberlo hecho más. Hoy volverás a vestirte de blanco.


 Escuchando: De haberlo sabido – Quique González

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