La puerta trasera del taxi se
abre. La lluvia salpica al chocar contra la carrocería. El día es oscuro. Pero
él sale con las gafas de sol puestas, el gorro de lana bien ajustado, abrigo de
paño negro. Nadie diría al verle que tiene el corazón roto. Camina el corto
espacio entre el coche y la cafetería con las manos en los bolsillos, el andar
distraído. Antes de entrar hace una parada junto a la puerta, como si
necesitara coger aire.
En el interior el ambiente es
pegajoso, como si llevara sin ventilarse décadas. La luz tenue deja ver unas
cuantas mesas bajas, con sus respectivas sillas, desordenadas por el espacio.
Parece que hubieran sido lanzadas al azar. Todas están vacías salvo una. En
ella un hombre lee un grueso libro con las piernas cruzadas. Corpulento, el
pelo totalmente blanco, lleno de rizos que se entrelazan hacia el cuello. Se
sienta frente a él y se quita las gafas de sol. Unas gruesas bolsas aparecen al
pie de unos ojos rojos, irritados. El hombre mete la mano en el interior de la
chaqueta, la vista fija en el visitante. Saca una pequeña bolsa de plástico,
como un saquito, y lo deja sobre la mesa. Feliz olvido, dice con una voz ronca
como un trueno que retumba en el local vacío.
Lo recoge de la vieja mesa,
se levanta, se pone las gafas de sol y camina hacia la puerta. Mismo andar
distraído. Antes de salir vuelve a respirar hondo, echa hacia atrás los hombros
y estira la espalda. Quién diría que tiene el corazón roto.
Escuchando: Sugar - Editors
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