viernes, noviembre 30, 2007

Encrucijada

Gorka llegó en su flamante Audi negro, a las siete y veintisiete de la mañana, como todos los días. Para él era básico el lema de que un dueño tiene que dar ejemplo a sus empleados. Aparcó en su plaza reservada y ascendió hacia el piso de las oficinas por la escalera exterior, protegiéndose de la pertinaz lluvia con su elegante paraguas. Una vez dentro, en la pasarela, se asomó a la barandilla y comprobó cómo todos los trabajadores comenzaban a ocupar sus puestos. Sólo entonces entró en su despacho, resuelto y satisfecho, y se quitó el abrigo antes de acomodarse en su mullida silla de escritorio. Al momento entró Nekane, su lozana y simpática secretaria, que le dejó sobre la mesa la correspondencia, los periódicos del día y un café solo humeante, no sin antes dedicarle a su jefe una sonrisa arrebatadora.
Gorka acomodó su espalda en el suave cuero, puso los pies encima del escritorio y se preparó para abrir todos aquellos sobres. Empuñando el abrecartas con forma de espada toledana, comenzó por varias facturas, invitaciones y algún que otro curriculum que lanzó enseguida a la papelera con el acierto de un jugador de la NBA. Llegó al último sobre y al cogerlo, sin saber por qué, un escalofrío le hizo revolverse en su asiento. No tenía remitente y no era blanco, sino de un gris poco corriente. Gorka dudó un momento, dirigió la mano hacia el teléfono para llamar a la secretaria, pero finalmente se decidió a abrirlo. Dentro había un único folio doblado. Lo desplegó y al posar la vista en él su cara se volvió blanca como la leche.
Sólo había leído el encabezamiento, que estaba formado por un hacha en la que se enroscaba una serpiente y, debajo, tres letras mayúsculas, pero le sirvió para hacerse una idea de la trascendencia de esa misiva. Se levantó de la silla con los nervios a flor de piel, incapaz de serenarse. Durante años la había temido y, cuando ya se creía olvidado, ahí estaba. Como un tigre enjaulado, comenzó a dar vueltas y vueltas al despacho. Entrelazando sus manos sudorosas. Su cabeza centrifugaba ideas de todo tipo, imágenes que de improviso asaltaron su mente. Pensó en las conversaciones que habían surgido en muchas momentos sobre la mesa de algún restaurante junto a empresarios como él, y cómo los había observado en cada ocasión con una mirada inquisidora. Siempre se sintió a salvo. Pero ahora era él el que temía, el que estaba en la encrucijada, apretándose una mano contra la otra, haciendo cada vez más pequeña la estancia a grandes y nerviosas zancadas. De repente quedó paralizado ante una idea que llegó como un fogonazo y quedó flotando en su mente durante unos segundos, antes de que se lanzara hacia la puerta.
Aparcó frente a su chalet. Entró en silencio, con el corazón en un puño. Se le cayeron las llaves al intentar dejarlas en el plato del recibidor. No se oía ni un ruido, sólo el sonido de la lluvia contra los cristales. Las sienes le latían desbocadas. Se asomó al salón. Nada. Miró en la cocina. Tampoco. Subió las escalera sudando a mares, agarrándose fuerte al pasamanos, conteniendo apenas la respiración. La planta de arriba estaba también sumida en el silencio. Ni un alma en la alcoba de matrimonio. Continuó hacia la habitación de su hijo y al asomarse vio que él y su esposa estaban tumbados sobre la cama, con un libro de cuentos abierto entre ambos, profundamente dormidos. Se apoyó en el quicio de la puerta y comenzó a llorar como un niño.
Cuando consiguió serenarse un poco fue al armario y cogió una manta. Aquella lana suave, rugosa, le apaciguó un poco más. La extendió encima de su familia, con cuidado, abrigándoles. Besó sus mejillas. Después retrocedió hasta la puerta, a pequeños pasos, y al llegar a ella cerró los ojos y se concentró con todas sus fuerzas para conseguir grabar a fuego esa imagen en su memoria.
De vuelta en el aparcamiento de la empresa, Gorka permaneció largo tiempo sentado en el coche, desmadejado e incapaz de dejar de fumar un fortuna tras otro, atenazado por unos nervios y un miedo que muchas veces había visto en otras personas, algunos conocidos suyos, cercanos, pero que nunca hubiera podido imaginar su verdadera intensidad porque siempre le habían sido ajenos.
Subió a su despacho, sigiloso, como con miedo a hacer ruido en su propia empresa, mientras un sudor frío le recorría toda la espalda, de la nuca a los riñones. Cerro la puerta de su despacho con llave, acercó una silla para atrancar el pomo. Y volvió a recorrer aquella estancia, con aquella carta en la mano, de esquina a esquina, de lado a lado, incapaz de parar quieto. Leyendo una y otra vez ese folio. Se aflojaba la corbata, la volvía a apretar; se ponía las gafas, se las quitaba; descolgaba el teléfono, lo sostenía en el aire y lo volvía a colgar; abría la ventana, dejaba que el viento mojado le azotase, la cerraba.
Finalmente, con pasos decididos, fue hacia una de las paredes y descolgó un cuadro que recreaba una escena de caza. Quedó visible la puerta de una caja fuerte. Gorka giró la rueda con números alrededor, tapándola con la otra mano como el que esconde el teclado de un cajero automático al retirar dinero. Sacó tres fajos de billetes de su interior y cerró. Después se dirigió a su mesa, abrió un cajón y extrajo un sobre grande. Metió dentro los billetes, desatascó la puerta, la abrió y salió de la empresa.


Escuchando: Seguramente me lo merezco - Tulsa

lunes, noviembre 26, 2007

Amnesia selectiva

He perdido años hasta lograrlo. Me he investigado a fondo. Cada pliegue de la piel, cada lunar, cada recoveco. Todo ha sido peinado. Y ayer, por fin, descubrí el interruptor. El hecho de que conociera su existencia de antemano disminuye bastante el mérito de mi hallazgo. Sin embargo, se trata de un triunfo sobre mi angustia. Ahí está –no diré el sitio para no herir sensibilidades, si es que las hubiese-, al alcance, siempre dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva. Una ligera presión y tú desapareces por completo. Ni un ligero rastro que demuestre que alguna vez, en algún lugar, junto a mí, llegaste a existir –quizás fueses lo único que existía-. En buena medida es una victoria de la insensibilidad de nuestro tiempo. Todo lo que nos castiga, aquello que nos pellizca desde la memoria, lo eliminamos. Y ya está. La asepsia más absoluta. Eso sí, el interruptor no es una obligación. Cada uno –si lo encuentra- puede usarlo, o no, cuando quiera. El problema está en conseguir resistirse a sus bellos poderes amnésicos.


Escuchando: Nude - Radiohead

jueves, noviembre 22, 2007

Claustrofobia (re-edit)

Cuando abrió los ojos estaba ciego. O eso al menos le pareció en un principio. La oscuridad era absoluta y el ambiente que respiraba estaba totalmente viciado; como el de una habitación cuando lleva meses cerrada y no ha entrado un solo soplo de aire. Del aturdimiento pasó al nerviosismo más absoluto en cuestión de segundos. No lograba ver nada y cuando extendió el brazo para intentar palpar la negrura, éste apenas pudo desplegarse unos milímetros. Topó contra algo duro. Lo mismo ocurrió al intentar extenderlo lateralmente. En ese momento, comenzó a faltarle el aire y pataleó repetidas veces, encontrando los mismo topes que con los brazos. Ya era un hecho que se encontraba encerrado en algo muy estrecho; demasiado. El pánico terminó por paralizarle. Alrededor no se escuchaba nada, sólo su respiración. Venciendo la parálisis y el miedo, llevó su mano hasta el bolsillo y extrajo un encendedor. A la luz del mechero contempló su horror: estaba encerrado en un ataúd. De nuevo, le faltó el aire; creyó morirse, pero no tuvo suerte. Volvió a patalear, a dar puñetazos, pero sólo encontró el freno de la firme madera que lo retenía. Fue entonces cuando comenzó a escuchar algo más que su respiración. Un repiqueteo continuo sobre su cabeza, como el sonido de las patas de cien insectos sobre el parquet. La claustrofobia lo hizo suyo. Lo dominó tanto que le hizo perder la cabeza antes que el oxígeno.


Escuchando: Switch - 1990s
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