martes, mayo 06, 2008

Baldosas

Al contrario de lo que podría creerse, cuando estamos vacíos no nos volvemos más livianos, sino que pesamos un quintal. En todos los aspectos. Eso es lo que siente J esa tarde. Lluvia, tráfico, paso frenético, tiendas atestadas… Todo aquello le rodea mientras él se deja llevar por el gentío. Sin dirección. Sin rumbo. Su mirada no se posa en ningún sitio, sino que flota sobre la neblina de la ciudad, deslumbrada por los faros de los coches, rápidos e ineducados como adolescentes. Ahora, frente a él, una gran pantalla monocolor muestra a un caballero, excelentemente vestido, tomando un trago de un whisky que, según el anuncio, te hará ser el más popular de la ciudad. Bendita mierda, consigue pensar, rompiendo levemente la cortina que le oprime la mente. Después se para en un soportal, limpia el agua de sus gafas con un pañuelo, se sube el cuello de su abrigo y sale de nuevo al río que enloquece a la ciudad.

La silla es dura. Es lo primero que piensa al sentarse frente a ese desconocido. Es atractivo, se reconoce después, mientras él se levanta a pedir a la barra, custodiada por una rubia con unas tetas que podrían competir con las de una vaca de los pastos gallegos. Al principio no le pareció mala idea, pero según fueron pasando los minutos y la conversación viajó por temas insulsos y vacíos, comenzó a maldecir el momento en que había aceptado la invitación. Así que, fiel a sí misma, se levantó de la silla, argumentó un mal estar general y abandonó el bar dejando tras de sí una estela tan fría como la noche que la aguardaba fuera. La reconstrucción no será fácil; nadie dijo que lo fuera.

La gota cae sin remisión. A intervalos regulares. Cada medio minuto ha calculado. El suelo está formada por baldosines idénticos, salvo por la diversidad de puntos que conforman su interior creando dibujos. Un lagarto. Un carro. Una pistola. Un preservativo. Un coche. Todo un mundo en ese suelo. La sangre comienza a subírsele a la cabeza, pero no le importa. Lo cierto es que no tiene nada mejor que hacer y si quisiera tampoco podría hacerlo. La gota sigue marcando el tiempo, con una precisión que ya quisieran para sí los suizos. Por debajo de su cabeza, pasando por encima del preservativo, una cucaracha. Del negro más puro. Avanza con poca decisión, como si en realidad no quisiera ir a ningún lado. Piensa que a lo mejor no ha reparado en su presencia y por eso no trata de huir. Intenta soplar, pero el aliento no le alcanza para tanto. Así que observa como el bicho continúa su lento caminar, más parecido a una procesión que a un simple paseo. Siete gotas después, la cucaracha ya es historia.


Escuchando: Japonesa - La Costa Brava

2 comentarios:

Bambu dijo...

Hay veces que uno se hastía de todo y prefiere perderse en una baldosa o en una nube...

Anónimo dijo...

Muy bueno, saludos

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