Afuera, el aire sonaba como si disparara balas contra las ventanas. En estos parajes es normal, nos dijo aquel orondo nativo que nos alquiló aquella habitación. Era lo que buscábamos, al menos yo; un sitio tranquilo, con poco movimiento. Era un bloque feo, gris como una tarde de tormenta. No tenía nada alrededor, a excepción de arena y una gasolinera más acorde con los tiempos del charlestón. Yo, particularmente, no necesitaba nada más. Pero tú, me dio lo impresión que sí.
Supongo que siempre estaría aquello entre tú y yo; creando un campo magnético que iba bloqueando cada vez más nuestros impulsos. Eras para mí algo frío, y eso que todo esto acababa de comenzar. Pero todo era distinto. Esa coleta torcida nunca había estado ahí, y ahora me agriaba el carácter cada vez que te miraba.
Quizás es que las fronteras son tan finas como las hebras de hilo y tus labios y el borde de un folio y mi paciencia. En aquella mecedora, con mi cigarro a medias, hubiera jurado que había traspasado la frontera y había sido capaz, pese a su falta de grosor, de notarlo. Esa confirmación me sentó en una nube desde la que te ví llorar, gritar, dormir, volver a gritar, soñar, cagarte en mis muertos, clamar venganza, volverte a dormir y, por fin, entrar en un estado de tranquilidad tan fino como aquella frontera, como el asiento que, aunque fuera por unas pocas horas, me puso por encima del bien y del mal, del agobio y la presión. Por encima de ti.
Escuchando: Pictures of you - The Cure