Hoy juegan el Madrid y la
Juventus y no puedo evitar que mi memoria fluya. Lo hace hasta una noche de
1998, hasta el salón de casa de mis padres, las puertas de la terraza abiertas,
finales de mayo. La final de la Liga de Campeones. En Ámsterdam. A por la tan
ansiada séptima. Para mí, que aún no me había desengañado por culpa del
mercantilismo y la pérdida de romanticismo, era una noche muy especial. Tantos
años esperando una final... Pero aquella noche fue especial no sólo por eso,
sino porque allí, junto a mi padre y a mí, estaba mi abuelo. Madridista hasta
la médula, había esperado más que nadie ese momento. Noventa minutos para poder
recordar lo que él ya había sentido y había quedado anclado en el blanco y
negro. Él había vivido el majestuoso Madrid de otros tiempos que, por aquel
entonces, estaba empezando a perder ciertas señas de identidad que finalmente
ha terminado por destruir.
De aquella noche recuerdo los
nervios, la tensión, que duraron hasta el minuto 67 cuando Mijatovic, el pelo
engominado hacia atrás, hizo estallar a todo el barrio. Me veo en la terraza
gritando, con mi padre al lado. Disfrutando. Eran otros tiempos, momentos en
los que aún uno se identificaba con el sentimiento de pertenencia a ese equipo,
heredado, como debe ser. Pero no es eso lo que más echo de menos o en lo que
más pienso ahora que mi mente vuelve a aquella noche. Lo que de verdad me
gustaría ahora es poder retroceder a esa tarde de adolescencia y celebrar aquel
momento mucho más cerca de mi abuelo, haberlo sentido más con él, haberle
tenido más presente.
Cuando uno echa de menos a
alguien amplía los sentimientos, los sobredimensiona posiblemente. Quizás sí lo
celebré lo suficientemente bien con él, pero le echo tanto de menos que
quisiera haberlo hecho más. Hoy volverás a vestirte de blanco.
Escuchando: De haberlo sabido
– Quique González
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